¿Qué vamos a hacer con los recuerdos familiares cuando los seres queridos ya no están? Ayer, mientras organizaba una carpeta en Google Drive, me encontré con una dedicatoria en uno de los cuentos de mi libro Los maridos de mi madre. No había abierto sus páginas en años y, al hacerlo, no pude evitar sentir cómo los ojos se me anegaban y el corazón se me estrujaba. Ese libro lo escribí y publiqué en 2018, cuando mi abuela aún vivía.
Un homenaje a Doña Consuelo: historia de vida
Uno de los cuentos más especiales de Los maridos de mi madre narra la historia de un niño que aprendió a leer y escribir en casa de su abuela materna, en un barrio salvaje donde los cholos aún sembraban terror. Es una autobiografía disfrazada de ficción. Lo escribí como un homenaje a doña Consuelo, mi abuela, cuyas infinitas pláticas me orientaron a no convertirme en un cholo, aunque de niño siempre lo deseé.
Doña Chelo falleció hace casi dos años. Recuerdo el momento en que recibí la noticia: no pensé en el libro ni en ese cuento. Solo compré un boleto de avión, lloré en la regadera y viajé a Zacatecas. Allá compré una corona de flores y estuve con mi abuela hasta que su cuerpo fue enterrado.
Los recuerdos de mi abuela son tantos que un artículo se queda chiquito al intentar plasmarlos. Mi abuela cuidó y aconsejó a sus hijas y a una docena de nietas y nietos durante décadas. Me parece injusto que esa memoria quede bajo tierra para siempre.
La historia colectiva de una abuela
Si alguien se tomara el tiempo de indagar en la historia de vida de mi abuela, seguro sacaría una novela estilo Como agua para chocolate o, para no irnos tan lejos, si alguien escuchara a uno de mis primos, mientras recuerda lo que vivió en casa de la abuela, seguro viviría uno de los mejores relatos de la literatura de la juventud mexicana.
Doña Chelo, que siempre fue católica de rebozo bien planchado, se convirtió, de un día para otro, en cristiana. De modo que la familia se dividió en dos bandos: las que iban a la iglesia los domingos, ponían el nacimiento, levantaban y acostaban al Niño Dios en Navidad, vs las que quemaron el nacimiento e iban al templo los domingos.
Fue tan tierno verlas, se abrazaban como si se hubieran reencontrado después de años.
El valor de la literatura: ¿de qué sirven las historias?
De regreso a Tijuana, me pregunté: ¿de qué sirve la literatura? ¿De qué sirven las historias de vida cuando un ser querido se va?, si muchas veces esas historias no trascienden, se quedan en el escritorio de quien las escribió o sepultadas en las bibliotecas y librerías y hasta en el abismo del internet.
¿Y ahora quién se va a hacer cargo de transmitir la sabiduría de Consuelo Garcés y de contar quién fue y cómo marcó nuestra vida? Mis primos, incluso tías y tíos, lo harán gracias a la historia oral, en cada comida, viaje o paseo familiar.
Yo no lo sé de cierto, pero lo he sentido: el escritor o escritora es un guardián de la memoria individual, cuyo objetivo con las palabras es hacerla colectiva.
La historia de mi abuela es un ejemplo de las muchas abuelas que hay en México, incluso en América Latina. Su historia de vida es tan importante que pudiera ser entendida como una historia colectiva, que nos dimensiona el papel de todas las abuelas.
Volver a escribir: refrescando la memoria
Haber hurgado en las páginas de Los maridos de mi madre me dio una fugaz respuesta: las historias sirven para refrescarnos la memoria, al menos el día de hoy, mientras abro este libro y vuelvo a la escritura, mi abuela está viva: recuerdo a la hermosa señora que me cuidó de niño, me jaló las orejas cuando hacía travesuras y me enseñaba a enderezar mi camino cuando lo veía torcido.