Just talk, tell me whatever you want

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Una navidad con tamales y pozole

Roberto llevaba más de un año sin ver a sus padres, un tiempo marcado por decisiones apresuradas que cambiaron su vida para siempre. De manera forzada, dejó su casa muy joven y emprendió un viaje a Tijuana si quería seguir con vida. 

En Tijuana, estuvo escondido en una casa del centro, la entendió así, porque muy cerca estaban los bares, las mujeres conocidas como paraditas y la garita fronteriza de San Ysidro. En esos días no vio ni habló con su papás o sus hermanos. Sólo con familiares que ya habían hecho antes ese viaje, quienes le dieron sugerencias sobre el costo y cómo cruzar la frontera de manera ilegal sin perder la vida.

A la semana siguiente, lo llevaron a donde el metal converge con el cerro. Es un lugar entre Baja California y California, dividido por un muro fronterizo. Allí, alguien conocido como el Coyote, le dio a Roberto y a otras personas una serie de órdenes a obedecer a rajatabla si no querían perderse.

Roberto recuerda trepar cerros inmensos, cubiertos de matorrales espinosos, con el aire helado cortándole la piel y los ruidos de la noche amplificando su miedo, así como que se escondió debajo de una enormes rocas del helicóptero que sobrevolaba la zona y que miró a la distancia, muchas veces, las construcciones que indicaban que estaba cerca el otro lado. Entre más caminaba, más se alejaba de su hogar.

A las pocas semanas, Roberto ya tenía trabajo en San Diego como valet parking, después, gracias a un tío, se mudó a San  Francisco. Allá aprendió a hablar inglés, con mucho esfuerzo, a la vez que aprendía alta cocina. Conoció a varias chicas, casi todas mayores que él, fascinadas por su acento y la musicalidad de su español. Como ya contaba con celular, además de hablar con sus padres en las mañanas y en las noches, solía platicar con ellas continuamente.

Una de ellas solía decirle: Just talk, tell me whatever you want. Y, en muchas ocasiones, Roberto sólo hablaba cosas al aire, que no eran verdad pero tampoco mentira. Con el paso de los días, esas palabras fueron acercándose más a la honestidad, porque, aunque ella no lo entendiera, aprovechó para contarle lo tanto que extrañaba su casa, su familia, las calles donde jugaba, la escuela donde estudiaba y, sobre todo, la comida de su abuela y de su mamá. 

Esa nostalgia cobró mayor sentido en una fecha importante, su primera Navidad lejos de casa. Esa noche Roberto compró tamales sordos en un puesto mexicano, unas cervezas, y se sentó en el sillón del pequeño departamento que rentaba, frente a la tele, y llamó a sus papás para mitigar el dolor por la distancia. 

Roberto escuchó cómo fueron llegando los primos a la casa de los abuelos y  cuando rezaron el rosario al Niño Dios. Todo era fiesta, algarabía. Pero los papás, muy a su pesar, terminaron la llamada a la hora de la cena, porque tenían que convivir en la mesa con los presentes.

La telefonía, de alguna forma, lo había acercado a su familia y podía imaginarse, gracias a las voces de su infancia, estar allí, junto a sus seres queridos.

Roberto decidió abrir otra lata de cerveza y ver televisión. El idioma de los comentaristas de los noticieros le pareció ajeno, como si fueran seres de otro planeta. A los pocos minutos, la tristeza se atoró en su garganta. Fue la primera vez que en realidad se sintió solo. Y, como aborrecía ese sentimiento, prefirió irse a la cama a dormir. Mañana ya no sería Navidad.

Antes de hacerlo, sonó su celular. Del otro lado de la línea escuchó, con un acento raro, “Feliz navidad, wey, vente por un pozole”. La voz de la chica provocó que Roberto casi escupiera la cerveza que acababa de beber. Ella le explicó en inglés que había aprendido esas frases en español, para desearle una feliz Navidad, y que había comprado pozole en el puesto del mercado, para que cenaran juntos.

Roberto entendió, o creyó entender, que la diversidad cultural también suele dar regalos sorpresa, como un pozole inesperado, una amiga que se esforzaba por aprender español y conocer la comida mexicana. Él no lo sabe, pero dentro de algunos años, conocerá a otra chica, tendrá un hijo, se irán a vivir a Oregón, se convertirá en un gran cocinero, tendrá a más de cincuenta personas, en distintos restaurantes, a su cargo.

Entre risas salió de su departamento y caminó a casa de la amiga. No era la ruta hacia la casa de sus padres, pero sí un camino que podía regalarle un pedacito de su tierra y olvidar, al menos esa fecha, las razones por las que dejó su hogar y su país.

SOBRE EL AUTOR
Joel Flores

Joel Flores escribe historias que destacan por su profunda conexión con la realidad mexicana. Leer más ➡

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