Caminar en Los Angeles, California
Visitar Los Angeles para ver un partido de los Lakers es un sueño para los aficionados del básquetbol. El brillo de la NBA y la promesa de ver en acción a iconos deportivos en el Crypto.com Arena resuena con una energía magnética.
Sin embargo, este glamour que aparece en la televisión, en las estrellas de Hollywood y de basquetball, es solo una capa superficial de una realidad a veces intransitable. Los Ángeles, con su promesa de «California Dream», esconde una versión cada vez más inaccesible para los que deseamos conocer y comprender las ciudades paso a paso.
Desde el momento en que se pone un pie en Korea Town, donde muchos turistas buscan opciones de alojamiento, las aceras muestran un rostro diferente al que Hollywood y los anuncios turísticos quieren proyectar: la basura se acumula en las calles y esquinas, forma cúmulos de desechos que parecen parte del paisaje, y el olor a residuos impregna el aire, mezclado con el tráfico denso y la constante actividad de una ciudad que nunca duerme.
Moverse de Koreatown hacia el centro, o incluso acercarse al icónico Centro de Convenciones, revela una ciudad desatendida. En cada cuadra, los desperdicios conviven con estructuras de tiendas de campaña de personas sin hogar, un fenómeno que ha alcanzado niveles alarmantes, pues, según versiones de algunos californianos, las políticas de regulación de personas sin hogar de Massachusetts suelen expulsar, en épocas de frío, a cientos de personas a California.

Los Angeles, que alguna vez fue una meca de lujo y esperanza, se torna incómodamente cruda y vulnerable bajo esta luz.
Junto a una gasolinera, donde se asoman anuncios espectaculares de marcas de renombre, cobra vida un espectáculo común de la ciudad. Una pareja de personas sin hogar, ambos sumergidos en una aparente nube mental, realizan una especie de performance espontánea. Con movimientos lentos y cuerpos frágiles, bailan y se contorsionan, como si representaran una coreografía extraída de una tragedia personal.
Él sostiene con orgullo una bolsa de imitación de diseñador, su único objeto preciado, mientras ella gira y cae en una especie de trance. Quienes van en el carro y quienes caminamos somos su audiencia.
La realidad de las calles de Los Angeles va más allá.
En cada calle, las cicatrices de la urbe se evidencian con más fuerza. Las scooters de alquiler, pensadas en algún momento como un símbolo de modernidad y accesibilidad, están abandonadas y desperdigadas en las banquetas, como juguetes rotos en medio de los caminos. En muchos casos, bloquean el paso o simplemente yacen destartaladas, se suman a una escena urbana ya caótica y descuidada.
Además, los comercios, en especial aquellos alejados del centro turístico, presentan fachadas vandalizadas, grafitis que se entrelazan con cristales rotos, puertas selladas o improvisadamente cubiertas. Algunas calles parecen escenarios de un set de The Walking Dead , donde los vidrios estrellados y los negocios destruidos narran una historia de abandono e inseguridad.
Y, cuando el sol se oculta, la atmósfera cambia. Si caminar a plena luz del día ya resulta inquietante, hacerlo de noche es otro asunto. La inseguridad se vuelve palpable. La ciudad, con todo su tamaño y promesas de vanguardia, no ha logrado vencer la violencia que asola las áreas urbanas.
A esto se le suma una característica cultural que distingue a Los Angeles: el culto al automóvil. Aquí, más que en cualquier otro lugar, los vehículos no solo son un medio de transporte, sino un símbolo de estatus y un reflejo de la identidad. Conducir es un ritual casi sagrado. Las autopistas que se extienden como venas cargadas de carros por la ciudad son el escenario principal de la vida cotidiana; la gente vive dentro de sus autos, dejando poco espacio para una conexión real con las calles que pisan.

De hecho, caminar por Los Angeles es como caminar por Tijuana. En ambas ciudades es visto como algo excepcional, como un acto común en las personas de bajos recursos. Los policías reparan más en quienes circulan a pie que en aquellos que se pasan un semáforo en rojo. Solo aquellos que no tienen más opción —la clase trabajadora, las personas sin hogar y la comunidad de otros lugares— se atreven a desafiar el dogma de los automóviles.
En ambas ciudades, el acto de caminar parece ser, de alguna manera, una declaración involuntaria sobre la clase social y el lugar que cada persona ocupa en su círculo de amistades.
Esta desconexión entre las personas y las calles refleja una fractura profunda. Las aceras, que en ciudades como Boston o Barcelona son el alma misma de la urbe, aquí se ven solitarias y olvidadas. Los latinos, con su cultura comunitaria, son de los pocos que parecen mantener esa relación física con la ciudad.
Ver un partido de los Lakers es una experiencia memorable, pero es imposible ignorar que esta ciudad está atrapada en sus propias contradicciones. Es una metrópoli que brilla de noche bajo las luces de las pantallas gigantes y los estadios, pero que también está llena de sombras y basura.
En toda región del entretenimiento, entre el ruido de los motores y los ecos de las calles, uno encuentra una ciudad compleja: el espectáculo y la decadencia coexisten en una danza compleja, como diez jugadores buscando la victoria en un partido de basquetbol, que ganan millones de dólares por temporada, y una pareja de personas sin hogar que se hunden en otra realidad influenciada por las drogas, para recordar los días felices, lo que perdieron.